Demasiadas veces la mirada se detiene en entornos conocidos, en referentes que nos son familiares, que forman parte de lo cotidiano, desechando, quizá por rutina o descuido, la exploración de otros ámbitos que, como superfluas piezas de un puzle, la inadvertencia deja sin encajar. Sin embargo, en muchos de esos fragmentos anidan emociones, mensajes, radiantes destellos de luz que esperan inmutables poder entablar un diálogo, que anhelan ser reconocidos para ofrecer la trama que los envuelve, el argumento que les confiere consistencia.
Sin lugar a dudas, un emblema vivamente expresivo del ser de Totana es la torre del templo de Santiago, nuestra torre. Un distintivo que determina principales rasgos de su identidad como comunidad e incrustado en la retina de los hombres y mujeres de esta tierra les otorga fundamento, uniéndoles a las raíces mismas de su historia. En ella se descubren raigambres que nos hablan de experiencias de cercanía, de ternura, de alegría, de fervor… como también de momentos en los que en su esbeltez congrega en el desgarro, en la irremediable llamada de la muerte.
En ese cúmulo de conmovedores matices, ponemos el acento en los mascarones y gárgolas que, formando parte de su carácter, le aportan la peculiar divisa de lo singular, el radiante atractivo de lo sugerente, de lo excepcional, en donde lo mágico, lo fascinante, lo misterioso… ofrendan alas a la fantasía para recrear interpretaciones que seducen, embelesan y cautivan.
Concluido en parte el templo parroquial de Santiago para 1567, quedaba pendiente de acabar el artesonado mudéjar que armoniza su techumbre, como también las capillas que circundan sus naves laterales. Comenzaba, entonces, a vislumbrarse un nuevo proyecto, edificar una torre desde donde diferentes sonidos de campanas anunciasen a las gentes del lugar las celebraciones litúrgicas, convocándolas, igualmente, a reuniones y asambleas, avisando de situaciones de peligro, invocando la protección de lo divino ante la indefensión de tormentas y regulando las tandas de riego. Cobraba así vida, para 1609, constituida por la solidez de más de 348 000 ladrillos, la torre del templo de Santiago.
En su remate destaca la sobria reciedumbre de las almenas, a su sombra asoman las gárgolas, dos por cada una de las caras, mientras que bajo la balconada que la recorre, pintada que estuvo «de azul y oro fino», se presentan impasibles los mascarones, asemejándose, unos, a semblantes propios de la tradición clásica, mientras que otros, con fisonomía más aterradora, se aproximan a lo mitológico, recordando sus rostros a faunos, espíritus de la fertilidad agrícola, considerados capaces de ejercer benéfica ayuda al crecimiento del grano, producto fundamental y básico de la economía de la villa. En esta explicación sorprende la referencia de lo pagano en un edificio religioso, aunque no excepcional, por otra parte. En ese juego interpretativo resuenan las palabras de Azorín, que los consideraba, escribía, al referirse a los mascarones que circundan la «Iglesia Vieja» de Yecla, «caras atormentadas» que «destacan como símbolo perdurable de la tragedia humana».
Ante lo ambiguo de esta iconografía, convocamos a forjar una conclusión propia, en donde, sin lugar a dudas, aflorarán vivencias, experiencias, matices… colmados de interés y curiosidad, pero también alentadores del cariño, amor y respeto a ese valioso patrimonio que conforma la realidad cultural de Totana.