Tupidos velos en las noches negras de Afganistán

Eran los años 60 y Kabul bailaba y amenizaba sus tardes al son del jazz más purista en los numerosos guateques. Los rostros, mujeres y hombres, eran acariciados por el fino y limpio aire de las montañas. La vida en la capital afgana se perdía entre bullicios y alegrías. La universidad recogía a los mejores talentos, sin distinción de sexos, convirtiendo gran parte del país en un estado que apenas mostraba carencias con sus homólogos occidentales. El voto, decisión y justicia del ciudadano, por fin era ejercido por las mujeres. Prosperidad y paz levantaban sus estandartes reinando en las calles y todos miraban al futuro con cierto optimismo…

"Todo funciona cuando se mantiene el respeto por los individuos y la libertad del prójimo".

Afganistán siempre fue una tierra de contrastes: entre altas e imponentes montañas y esculpidos y exuberantes valles; entre aridez y ausencia de ruidos de algunas latitudes y la explosión de vida y sonidos cercana a sus ríos; entre libertad y occidentalización de sus ciudades y el caciquismo opresor de los pueblos. Las zonas rurales acogían a la mayoría de los ciudadanos dedicados a menesteres del sector primario, si bien, haciendo gala de otro negro contraste, donde surgía la vida se comerciaba con ella. Cientos de mujeres humilladas eran vendidas, en actos de deleznable chabacanería, como si de utensilios de cocina se tratase. La Sharía, en su vertiente más fundamentalista, azotaba tanto a las gentes como a sus modos de vida, apoyada en unas tradiciones que más parecieran salir de una película de terror que de un país del siglo XX.

"El mal no tiene justificación ni en el tiempo, acontecimientos pasados, ni en el otro, acción de terceros".

En aquellos años, el país estaba a punto de sufrir una transformación que lo dejaría irreconocible. No solo sus bellas construcciones y monumentos iban a quedar destruidos, por completo, hasta el punto de que hoy en día es imposible adivinar, si de imágenes pasadas careciéramos, lo que antaño afloraba con tanta majestuosidad. Los adalides de la colectivización, comunistas de pro, estaban a punto de irrumpir con la violencia y terror que los caracteriza, mientras que por otra parte, el fundamentalismo islámico hacía de las suyas y era justificado como movimiento contrario a las fechorías de los igualitaristas. Unos asesinaban y expoliaban en nombre del bien común, otros amputaban manos y pies a los señalados como ladrones, quemaban vivos a los homosexuales y cortaban las orejas y las narices a las mujeres que tenían la "fortuna" de permanecer con vida. Unos despojaban al ciudadano de sus ideales -aunque no es menos cierto, que lucharon por algunos derechos de las mujeres que todavía no poseían-, otros lapidaban a las niñas acusadas de adulterio aunque se careciese de cualquier prueba objetiva y tangible. Unos prohibieron el rezo en la universidad amenazando con la prisión a quien lo practicase, otros asesinaban a sangre fría a los acusados de colaborar con los países occidentales. Unos estuvieron apoyados por las tropas soviéticas que entraron con sus acorazados y maquinaria de guerra como si de sus dominios se tratase, otros fueron entrenados y armados por las tropas norteamericanas. Unos luchaban en nombre de la república ideal en la tierra, otros se jactaban de ser los emisarios de los cielos para imponer el reino de Allah.

"Un día entenderán que a los reinos de los cielos y a las sociedades utópicas les corresponden los confines del no ser, el dominio humano siempre será el del ser".

Ninguno de los dos bandos pensaba en su pueblo, en sus libertades, en el respeto a los gustos y en defensa de unas leyes que fueran acatadas por todos, cuya premisa fundamental no fuese otra que la vida humana.

Muchas de las gentes de Afganistán se olvidaron de todo aquello que los unieron para acrecentar las grandes diferencias que separaron a los ciudadanos. Ahora, el miedo y el terror campan a sus anchas por las tierras del país asiático, desmembrando cuerpos, arrebatando vidas y arrancando almas en nombre del cielo. Ahora, mientras en nuestro país debatimos cuestiones ornamentales -cambio de vocablos lingüísticos- en Afganistán las mujeres vuelven a sufrir el terror con más intensidad que nunca. Algunos pensarán que luchar por las terminaciones de la escritura merece todos los esfuerzos, yo seguiré gastando mis energías en la lucha por la vida y la libertad. Mientras en tierras hispanas el feminismo radical habla de la opresión de ciertos colores, las mujeres afganas cubren sus rostros con el hiyab, mientras en España seguiremos debatiendo por el machismo de las señales de tráfico o los micromachismos del aire acondicionado, en otras latitudes, la mujer es culpada de su propia violación por ir con el rostro como siempre debió ir -con la salvedad de que una lo elija voluntariamente-, destapado.

"Los depredadores, águilas, dejarán corretear a los roedores saboreando la existencia, esta vez no le arrebatarán la libertad que ya perdieron, vienen a por sus vidas".

J.Nortes, filósofo

Juan Francisco Nortes Martinez

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