Ninguneada

Ocurrió en uno de los picos de la segunda o tercera ola de la pandemia. De eso trataba la conversación. Éramos dos hombres treintañeros y yo, cincuentañera, en un almacén de compra al por mayor. Estábamos los tres comprando género para nuestros negocios delante del mostrador.

Uno de ellos dice que la culpa del repunte la tienen los jóvenes que no piensan en otra cosa que en la fiesta. El otro está de acuerdo y dice que donde él vive se fueron tres muchachos de fin de semana y a la vuelta infectaron a medio pueblo. Yo quiero decir que tampoco hay que echar toda la culpa a los jóvenes porque… El primero de ellos replica sobre mi frase a medio decir que a esos irresponsables habría que detenerlos. El otro le contesta que mejor ponerlos a trabajar en el campo para que aprendan qué es la vida real. Yo quiero replicar que tampoco es un delito que quieran divertirse porque… El primero, musculado, dice que no hay derecho a que unos pocos estropeen el sacrificio de tantos. El otro, en menor forma física, contesta que él hace no sé cuánto que no sale a cenar con sus amigos y se aguanta. Otra vez, empecinada en mi defensa a los más jóvenes, quiero decir que están en inferioridad porque todavía no les ha tocado vacunarse y… Además siempre son los mismos gilipollas, dice el chulito de gimnasio. De hostias les daba, dice el barrigón.

Ya me callo, después de tres intentos de intervenir en la conversación, por fin me doy cuenta de que no me escuchan. Hacía mucho que no experimentaba de forma tan evidente el ninguneo hacia mi persona. ¿Por qué actúan así? Solo se me ocurren dos razones: por ser mujer y por ser mayor. No solo no me escuchan, es que ni siquiera me han mirado.

Eran dos hombres jóvenes, de inteligencia media, escolarizados, vestidos dentro de la norma, aseados, trabajadores, casados, con hijos pequeños. ¿Por qué se pusieron de acuerdo para ni verme ni escucharme? ¿Consideraban que su discurso era más importante que el mío? ¿Las opiniones de una mujer mayor no tienen valor?

Lo peor es que ni se dieron cuenta de su desconsideración. Sencillamente yo era invisible.

Dolores Lario

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