Allá por 1981 sucedió un hecho que soliviantó a las vecinas de un barrio de Totana. Pasó lo que voy a contaros en lo más caluroso de aquel verano.
Un hombre, llamémosle Ojo Cáncamo (no puedo decir su nombre verdadero), se acordó de que cuando él era crío había hombres en el pueblo que se disfrazaban de fantasmas para no ser reconocidos (se tapaban la cabeza con un trapo en el que agujereaban ojos y boca). Entonces salían de madrugada para asomarse a las ventanas abiertas por el calor y escudriñar a las mujeres que dormían solas y destapadas.
Decidió hacer eso mismo. Como era vecino sabía a las ventanas que tenía que asomarse. La primera noche hizo la ronda sin contratiempos. Eso se creyó él, pero alguna, entre el sueño y la vigilia, lo vio. A la mañana siguiente no se hablaba de otra cosa entre las mujeres que del fantasma. Ojo Cáncamo, confiado en que no le había pasado nada la primera vez, decidió hacer otra ronda tres días después. Esperó hasta las dos de la madrugada, se puso la capucha y salió a espiar a las mujeres que él creía dormidas y desprevenidas. Ay, pero esta vez, en cuanto la primera lo vio, se levantó y glugluteó como un pavo real. Era la señal convenida. Salieron las vecinas, que ya lo tenían planeado, y le echaron encima calderos de agua sucia, peladuras de higos de pala, tomates podridos que tenían preparados detrás de las puertas, mientras que otras le atizaban con las escobas.
Ojo Cáncamo huyó como pudo, sin un gemido para que no le conocieran por la voz, agarrándose el trapo con las dos manos para que no se lo arrancara aquella turba que se carcajeaba de lo tonto que era.
No volvió a saberse de ningún fantasma.
Dolores Lario